LECTURAS
Empieza a leer 'El día que apagaron la luz' de Camila Fabbri
No hay punk rock ni fiesta de egresados, ni zapatos baratos de taco alto abandonados en la lluvia en un estacionamiento, ni botellas vacías de tinto de verano porque nosotros éramos las botellas vacías, ni tampoco arrojadas contra la pared de detrás de la escuela porque nosotros éramos los vidrios que se hacían pedazos. No mirar más en dirección al oeste, no hay este, norte o sur, solo nosotros acá parados, juntos, preguntándonos los unos a los otros si recordamos algo, qué era lo que amábamos, qué lo que nos amaba, quién fue el primero en gritar nuestros nombres.
MATTHEW DICKMAN
Para los chicos y las chicas de República Cromañón
Va mi carta y dice así:
PRESENTE, PASADO, FUTURO
Es diciembre de 2019. Todavía no tengo treinta años y estoy mudándome a un nuevo barrio, haciendo nuevos amigos e inaugurando algunas nuevas costumbres. Hace tres años empecé un proyecto de libro sobre la tragedia de República Cromañón, transcurrida en el año 2004 en Argentina. Empecé escribiendo desde mi experiencia. Lo poco que podía recordar. Después me di cuenta de que estaba trabajando con un material plural, que signarlo desde una anécdota personal me parecía odioso. Conseguí entonces un grabador de voz, símil de periodismo, y empecé a reunirme con algunos amigos o compañeras de mi colegio secundario. A algunos los fui contactando por Facebook, la red social líder de ese entonces. Algunos se entusiasmaron con la idea. No tanto del reencuentro, sino más bien de la conversación, de que eso que pudieran llegar a contarme se transformara en literatura. Entonces empiezo. No escribo a diario pero escribo mucho. Escribo con temor a que la historia vuelva a atraparme. Como un agujero negro con el que me tropecé. Pero estoy tan atenta a que eso no me pase que finalmente no sucede. Me reúno con dos cronistas literarias que admiro. Me preguntan cosas. En la casa de una de ellas hay dos o tres gatas adultas. Una se enrolla muy cerca de mí mientras leo desde el monitor. En la casa de la otra periodista también hay un gato, pero este no tiene más de tres meses. Los extremos etarios de las mascotas de las periodistas que me guían en el proceso parecieran significar algo. O quizás soy yo buscando hilarlo todo. Consigo cerrar una primera versión y el título del libro llega después de una tarde entera de escuchar discos de Charly García. Algo que no me canso de hacer y que, intuyo, siempre me ofrecerá nuevas ideas.
El día que apagaron la luz ya es un proyecto constituido y sale a las librerías, casi unos minutos antes de que el virus del veinte-veinte azote el mundo entero. No tenemos idea de que, dentro de muy poco tiempo, tendremos que vivir encerrados casi tres años. Que nuestras vidas cambiarán para siempre –en otra especie de pequeño apagón–.
Unos pocos días después de la presentación de mi nuevo libro, celebrada con casi todos los protagonistas que aparecen en él con sus testimonios, me encuentro con amigos y amigas en un bar nocturno que ofrece la vereda como opción. Este es un barrio céntrico en el que se mueve la misma franja etaria que tengo yo. Eso me hace sentir en compañía. Es diciembre de 2019, y en Argentina hay una especie de entusiasmo. La fórmula Fernández Fernández del Frente de Todos, peronista kirchnerista, acaba de ganar las elecciones en primera vuelta y eso augura una nueva estabilidad o, al menos, un país con un modelo de Estado presente y soberanía propia. Esa noche, los treintañeros están todos parados en la vereda porque hace demasiado calor. Diciembre alecciona. La mayoría bebe alcohol porque hay que festejar. Yo tomo gaseosa.
En un momento dado, se me acerca una chica que no veo hace muchos años. Me pregunta si la recuerdo, que compartimos algún tiempo en la escuela primaria. Claro. Ahora sé perfectamente quién es. Decimos lo que se dice en estos casos, intentando cuidar la sensibilidad de alguien a quien casi no conocemos. Al instante, la chica me pregunta si yo escribí ese libro sobre Cromañón que acaba de salir. Que leyó algo en un suplemento cultural y que le sonaba mi nombre. Le contesto que sí. Me entusiasma que haya visto u oído ya algo sobre el libro. Hablamos mínimamente de él y enseguida me empieza a contar detalles de su adolescencia. De cuán cerca estuvo ella de ir a ver a la banda Callejeros en la noche del concierto fatídico. Que no era la música que escuchaba concretamente, pero que muchos amigos suyos sí, que irían y que ella había comprado la entrada entonces. Finalmente, por gajes de fin de año, terminó no yendo. Me sorprende su relato, pero más me sorprende la soltura con que me lo ofrece. Como si yo, al haber escrito ese libro, hubiera inaugurado también esta escucha. Al rato se suma otra chica a la conversación. No la conozco. Apenas se presenta. Nos ofrece un poco de cerveza. Le contestamos que no queremos. Hace demasiado calor. Pero a la gente que bebe malta le gusta mezclarla con las altas temperaturas. Ella también empieza a narrar su adolescencia como si la hubiera tenido todo el tiempo ahí, a punta de pistola. Cuenta que no estuvo cerca de ir al recital de Callejeros, pero que su prima sí. Nos cuenta el derrotero de su prima, amante del rock argentino. Nosotras la escuchamos con atención, aunque no la conozcamos. No mucho después, como llamado por un espectáculo de peatonal costera, se suma un chico de barba candado que tampoco conozco. Él aporta algunos recuerdos que tienen que ver con los medios de transporte de principios de la década del dos mil en Buenos Aires, y sobre los usos de espacios públicos: plazas, parques, galerías. Que la libertad de esos años nunca más volvió. Que tuvimos una adolescencia privilegiada porque pudimos movernos por la ciudad hasta el hartazgo. Y naufragar, también. Que las nuevas medidas de seguridad domesticaron las juventudes que vinieron después. Sin darme cuenta estoy hablando con extraños acerca de nuestras propias vidas. No estaba en mis planes. Más bien pareciera que ellos tienen ganas de contar algunas cosas que yo también quiero escuchar. Todos tenemos casi la misma edad. Seguramente habremos coincidido, en esos años, en algún bar parecido a este. Con otras cadencias, estilos o preocupaciones. Cuando hablamos de Cromañón, narrar quienes fuimos es inevitable. El pase perfecto para subrayar quiénes somos hoy, por qué estamos acá, con treinta y dos grados de calor. ¿Fue la conversación del libro la que despuntó todo esto? Que El día que apagaron la luz se siga desplazando tiene que ver con ese efecto que evidentemente produce. Algo que nos rebobina hacia atrás, un embrujo, para fijar la mirada en los años en los que fuimos mortales, pero inmortales también.
CAMILA FABBRI,
Buenos Aires, 3 de abril de 2025
Empieza como un color que se apaga o se enciende. No estoy segura. Generalmente es algo así como un humo blanco que rodea a las personas mientras están conversando alrededor de mí. También puede ser un colchón negro y ese color es más preciso cuando envuelve. El blanco puede darme más susto porque lo relaciono con un ataque paroxístico o de epilepsia, aunque nunca haya tenido ni uno ni otro. Todos los días pienso que ese día puede ser la primera vez. Inmediatamente después de percibir el color, empieza el temblor en las manos y en las piernas. El cosquilleo es un hecho. Hormigas invisibles y de línea recta van marcando el camino sobre los pelitos del brazo. Hay una electricidad muy ineficaz dándome vueltas. Esta energía no hace que las cosas funcionen, no soy una lámpara que se enciende, sino más bien algo que se mete para adentro como un globo desinflado. Voy perdiendo masa corporal, voy dejando que el espacio exterior me gane. La última vez fue en un colectivo de línea con cartel rojo, iba hacia el trabajo. Empecé a pensar en los puntos de apoyo. Si ahora me bajara, ¿adónde iría?, ¿con quién hablaría?, ¿cuál sería la primera línea de diálogo?, ¿quién me pediría un taxi antes de que empiece el primer desmayo? En caso de que viniera el blackout, ¿quién me pondría las manos en la nariz mientras yo esté conversando con algún fantasma del cosmos de acá? Entonces pienso tanto, pero tanto me pongo a pensar, que tengo un poder: atomizaré todo lo que esté alrededor. Asientos recubiertos de cuerina, mujeres y hombres semidormidos esperando llegar, un chofer tarareando estrofas de FM, edificios altos y costosos, balcones pelados y balcones repletos de macetas con niños espías metidos adentro o mojándose en palanganas, madres y padres cuidando que esos hijos no caigan redondos u oblicuos por entre los fierros de esos balcones, puertas de hipermercados con hileras de changuitos vacíos, compradores compulsivos y de los otros, los que economizan y van tres veces por día al mismo local porque creen que así están gastando menos, incluso hago desaparecer el sonido de las bocinas de aquellos autos metalizados que van por el carril contrario también con niños sentados derechos en los asientos de atrás, con sus mochilas colgadas esperando el horario exacto para entrar en las escuelas públicas o privadas que les hayan tocado en suerte. Aun en ese silencio que logro concentrar en mi cabeza, puedo todavía poner foco en las miniaturas que caminan o viajan, hago zoom en el futuro. Siento una honda pertenencia a ese momento de sus vidas porque puedo verme ahí, todavía ahí, siendo llevada de la mano o en andas hacia el porvenir sin decir ni mu. Dejando que los adultos hagan porque saben lo que hacen. Trato de respirar hondo, pero es inútil, ya estoy hiperventilando. Empaño el vidrio que me permite ver, la ventana sociable de este colectivo de línea con cartel rojo. ¿Será entonces que tendré que bajarme y hacer todo el circo del desmayo en plena calle, en este barrio de provincia que apenas conozco? ¿Será que otra vez tendré que decirle a una desconocida que no soy un maleficio, sino una persona que se siente mal por exceso de miedo? ¿Tendré que contarle que la sensación es de precipicio aunque jamás me haya subido tan alto como para generar esa metáfora y que confíen en mí?
Hace más de cinco años que al salir de mi casa tengo la sensación de que soy un punto perdido en el medio de la nada; entonces tengo que hacer un esfuerzo demencial para reconstituirme con imágenes que me devuelvan un presente ideal, o al menos, despreocupado. Acá estoy yo otra vez, hola, flameando como una bandera de colegio descuidado. Aquí yo, la que a los quince años arrancó de raíz el relajo y la diversión a cambio de tener la certeza de que no me pase nada malo. La quietud supone menos peligros excepto que haya un terremoto o un sismo. Cierro los puños para controlar la fuerza que tengo, verifico si me queda tiempo antes de que el corazón me haga desaparecer. Aquí estoy yo, sí, yo, creyéndome en el medio de un desierto de arena gris que en realidad es una ciudad repleta de gente ansiosa y parlante. Blanca como un fantasma blanco en el cuarto asiento de los que viajan individuales. Tan limpia esta línea de colectivo, tan prudente el chofer en las frenadas, igual que un jingle el sol de la mañana en los jardines delanteros de las casas de zona norte. Justo en los asientos que viajan al revés, otra vez pongo la atención en los futuros. Por suerte siempre habrá esto que miro: una madre con cartera leyéndole a su hijo de menos de siete el Atlas del Universo.
Disculpen las llamadas nocturnas, el miedo perpetuo, es que a los doce, trece, catorce años fuimos una generación que empezó a dejar de crecer.
Dejo la vista quieta en las zapatillas de una chica que viaja parada y la respiración reaparece. Me seco las manos con el suéter de lana. Abro apenas la ventanilla y dejo que el viento haga lo que suele hacer. Mientras yo estaba en otra parte, el colectivo se vació. Estoy llegando tarde al trabajo y agilizo la caminata. Un grupo de turistas le saca fotos a un árbol de naranjas que está en pie desde la época de la Revolución.
No tendrá más de cuarenta años. Lleva una carretilla con cajas. Será repositor de algún comercio. Traerá productos con vencimiento impreso en el paquete. Es temprano en la mañana y se nota que se despertó hace poco. Está despeinado y yo también. El sol es caricatura en este momento del día. Es diciembre del 2018 y se cumplen catorce años de Cromañón. A partir de las cinco de la tarde habrá una misa reunión en el Obelisco, epicentro de la ciudad de Buenos Aires. Irán los que quieran cantar, llorar o abrazarse. Tantos otros no irán o se reunirán en sus casas, prenderán velas, volverán a encontrarse con viejos amigos. Y también están los que con el pecho cerrado no pronunciarán palabra. El chico me mira fijo y yo a él. Lleva puesta una remera de Callejeros. Se da cuenta de que me quedo mirando esa consigna. Cuando estoy a punto de cruzar la calle giro hacia atrás. Veo que se me queda mirando. No lo conozco. Alzo la mano y lo saludo. Él hace lo mismo.
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