18/12/2023
Empieza a leer 'Una red viva' de David Eagleman

 

Todo hombre nace como muchos hombres

y muere como uno solo.

MARTIN HEIDEGGER

 

1. EL TEJIDO VIVO Y ELÉCTRICO

Imagine lo siguiente: en lugar de enviar un vehículo de exploración de doscientos kilos a Marte, mandamos al planeta una sola esfera que cabe en el extremo de una aguja. La esfera, utilizando energía de las fuentes que la rodean, se divide en un ejército diversificado de esferas parecidas. Las esferas se unen entre sí y de ellas comienzan a brotar diversos accesorios: ruedas, lentes, sensores de temperatura y un completo sistema de dirección interno. Se quedaría atónito al ver cómo se va formando ese sistema.

Sin embargo, solo hay que ir a cualquier guardería para encontrarnos con algo parecido. Allí podrá observar a niños pequeños que lloran y que comenzaron siendo apenas un solo óvulo microscópico fertilizado; ahora, en cambio, se están desarrollando para convertirse en seres humanos enormes, repletos de detectores de fotones, apéndices multiarticulados, sensores de presión, bombas de sangre y una maquinaria para metabolizar la energía de todo cuanto les rodea.

Y ni siquiera es esta la mejor parte de los humanos: hay algo mucho más sorprendente. Nuestra maquinaria no está completamente preprogramada, sino que descifra el mundo interactuando con él. Nos enfrentamos a tareas diversas y sabemos cómo abordarlas. A medida que vamos creciendo, constantemente reescribimos nuestros propios circuitos para comprender mejor el lenguaje y las ideas de los que nos rodean.

Nuestra especie ha conquistado con éxito todos los rincones del globo porque representa la expresión superior de un truco que descubrió la Madre Naturaleza: no hay que predeterminar del todo el funcionamiento del cerebro, basta con colocar los componentes básicos y enfrentarlo al mundo. El bebé que llora al final dejará de hacerlo, mirará a su alrededor y asimilará el mundo que lo rodea. Se amoldará al entorno. Se empapará de todo: desde las normas sociales hasta la cultura. Propagará las creencias y los prejuicios de aquellos que lo criaron. Cualquier preciado recuerdo que posea, cualquier lección que aprenda, cualquier mínima información que asimile: todo ello conforma sus circuitos para que desarrolle algo que en ningún momento estuvo predeterminado, sino que refleja el mundo que lo rodea.

Este libro nos mostrará que nuestro cerebro reconfigura sin cesar sus propios circuitos, y lo que eso significa para nuestras vidas y nuestro futuro. Por el camino, numerosas cuestiones iluminarán nuestro relato: ¿por qué la gente de la década de 1980 (y solo la de esa década) veía las páginas de los libros un tanto rosadas? ¿Por qué el mejor arquero del mundo no tiene brazos? ¿Por qué soñamos cada noche, y qué tiene eso que ver con la rotación del planeta? ¿Qué tienen en común dejar la droga y que tu amor te abandone? ¿Por qué el enemigo del recuerdo no es el tiempo, sino otros recuerdos? ¿Cómo puede un ciego aprender a ver con la lengua o un sordo aprender a escuchar con la piel? ¿Algún día podremos ser capaces de leer detalles aproximados de la vida de alguien a partir de la estructura microscópica grabada en su bosque de neuronas?

 

EL NIÑO CON MEDIO CEREBRO

Mientras Valerie S. se preparaba para ir a trabajar, su hijo Matthew, que tenía tres años, se desplomó en el suelo. No hubo manera de hacerlo volver en sí. Los labios se le volvieron azules.

Presa del pánico, Valerie llamó a su marido. «¿Por qué me llamas a mí?», le gritó él. «¡Llama al médico!»

Después de ir a urgencias, a Matthew le hicieron un seguimiento médico. El pediatra recomendó que le examinaran el corazón. El cardiólogo le colocó un monitor cardíaco, que Matthew desconectaba una y otra vez. Sus visitas no revelaron nada en particular. Lo que había ocurrido aquella mañana había sido un suceso aislado.

O eso pensaban. Un mes más tarde, mientras comían, la cara de Matthew adquirió una extraña expresión. Su mirada se volvió muy intensa, su brazo derecho se quedó rígido y levantado por encima de la cabeza, y estuvo sin reaccionar durante casi un minuto. De nuevo, Valerie lo llevó corriendo al médico; y de nuevo no hubo ningún diagnóstico claro.

Al día siguiente ocurrió lo mismo.

Un neurólogo le conectó a Matthew un gorro de electrodos para medir su actividad cerebral, y en ese momento descubrieron actividad epiléptica. A Matthew le recetaron medicamentos contra los ataques.

La medicación ayudó, pero no por mucho tiempo. Matthew no tardó en sufrir una serie de ataques intratables, separados por un intervalo de una hora al principio, después cuarenta y cinco minutos, y al final apenas treinta, igual que se acorta la duración entre las contracciones de una mujer que está de parto. Al cabo de un tiempo sufría un ataque cada dos minutos. Valerie y su marido, Jim, lo llevaban a toda prisa al hospital cada vez que comenzaba una serie, y se quedaba allí durante días y a veces semanas. Después de repetir esta rutina en diversas ocasiones, esperaban a que sus «contracciones» alcanzaran la marca de veinte minutos, llamaban al hospital antes de ir, se subían al coche y, de camino, le hacían comer algo a Matthew en el McDonald’s.

Matthew, mientras tanto, procuraba disfrutar de la vida entre ataque y ataque.

 

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Traducción de Damià Alou

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Una red viva

 

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