24/01/2023
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La tarde en que la futura maestra de Dusa se disponía a apagar siete velas de una tarta, bajó a la explanada con la in­tención de matar el tiempo hasta el momento álgido de la celebración. Pero al contemplar la carretera desolada y los matorrales vencidos por la tramontana, sintió la necesidad de regresar. Se dio la vuelta, y cuando a través de la ventana de la cocina distinguió a su madre ocupada con los preparati­vos, el pecho le estalló como si una deflagración de lucidez la hubiera alcanzado: «Algún día, de todo esto no quedará nada», se dijo. A esta revelación le siguió un desconsuelo cre­puscular nunca antes experimentado, una tristeza que sería la matriz de todos los duelos posteriores. Todas y cada una de las pérdidas la agarrarían por la garganta para lanzarla, como un dardo, al centro de aquella tarde seca y fría de in­vierno en que descubrió que, algún día, de todo aquello, nada.

Desde entonces vivió habitada por la idea fija de perma­necer siempre preparada para perderlo todo y a todos, y de esa disposición para la soledad absoluta extrajo placeres que creía únicos. Hasta los quince años pudo entrenarse sin obs­táculos. De hecho, las circunstancias eran idóneas. Hasta esa edad apenas había conocido más compañía regular que la de una madre visionaria, que era todo entusiasmo nihilista y pe­simismo exaltado, y la de un padre a menudo ausente, hom­bre marcado por una enigmática herida y parco en palabras. Que sus acompañantes fueran solo dos, que nunca hubiera pisado la escuela y que cuando miraba por la ventana no vie­ra un alma son factores que sin duda contribuyeron a refor­zar su preparación para la pérdida y la ausencia. Su timidez congénita se acentuó también con esta situación. Todo a su alrededor la llevaba al deseo de alcanzar altas cotas de auto­nomía.

El destino le dio pronto la razón. La soledad absoluta le llegó a Severina en dos sesiones, dos pérdidas casi consecuti­vas: la del otoño de 1958 (Simona, su madre) y la del otoño de 1961 (Román, su padre). La desolación que ya conocía de tanto practicarla en la imaginación se materializó. La or­fandad consumada no era peor que la orfandad potencial. Incluso era algo mejor, porque nunca nada era peor de lo que había imaginado anticipadamente. Además, era joven: detrás quedaba mucho, pero delante había mucho más. Hasta entonces había sido una alumna que iba por libre, apenas había pisado un aula. Sin embargo, el otoño en que murió su padre se había inscrito como alumna oficial para acabar los estudios de magisterio. Se dispuso con buen áni­mo a rodearse a diario de una pequeña multitud. Fracasó. Suponía un esfuerzo excesivo hacer lo que nunca había he­cho. La promiscuidad del aula la asfixiaba y se veía obligada a actuar con precaución, a dosificar su presencia allí, a esca­par, y cuanto antes mejor. Aquel único curso presencial como estudiante de la Escuela de Magisterio de Girona no llegaría a modificar ni su vocación de aislamiento ni su naturaleza solitaria.

A pesar de los momentos de tinieblas o precisamente por ellos, a punto de cumplir los dieciocho seguía disfrutando de la soledad con absoluta entrega: tan absorta en cada cosa que hacía, tan extasiada, tan cautiva, que se preguntaba si las ac­tividades que tanto disfrutaba podían ser consideradas «vi­cios». De los que ella llamaba «los básicos de la época», fu­mar, beber, jugar y follar, solo practicaba el primero, con una dedicación exhaustiva y enfermiza que la llevaba a con­templar el mundo a través de una permanente neblina. El se­gundo lo ejercitaba con un desconocimiento de los efectos del alcohol que convertía el objetivo de emborracharse en una mera tentativa. El tercero lo desconocía: para apostar no tenía un céntimo y las timbas eran cosa de hombres. El cuar­to vicio no estaba muy segura de practicarlo adecuadamente. Del mismo modo que fumaba sola y bebía sola, también fo­llaba sola: tales actividades requerían de su mente un grado de concentración demasiado elevado como para alcanzarlo en compañía de otra persona.

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La maestra y la Bestia

 

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