09/03/2020
Empieza a leer 'El pan que como' de Paloma Díaz-Mas

«ITADAKIMASU» NO SIGNIFICA «QUE APROVECHE»

Voy a comer.

En mi lengua esa expresión tiene un significado directo y tajante: me dispongo a hacer algo, y ese algo es comer. Alimentarme, un acto que nace solo de mi voluntad. Comeré enseguida, a poco tardar, porque esa es mi intención y mi deseo, porque tengo apetito y dispongo de alimentos suficientes. No todo el mundo tiene la misma suerte, ya que hay –incluso en mi entorno cercano: no hace falta viajar a lugares lejanos– personas a las que les gustaría comer y no pueden porque no tienen qué; y también están los otros, los que carecen de apetito, los enfermos desganados que desearían tener la misma hambre que cuando estaban sanos y que ahora añoran esa sensación molesta (el vacío en el estómago, la debilidad que produce la falta de glucosa en los músculos deseosos de actividad) como un bien que tuvieron y han perdido.

En mi caso, ahora, soy yo quien decide y yo quien come, y lo hago como quien ejerce un derecho fundamental del cual depende la vida, mi vida. Y esa forma de hablar (que es también una forma de pensar) me deja sola ante el acto de comer, un acto individual y solitario. Aunque coma acompañada –casi siempre procuramos comer en compañía porque hacerlo solos suele resultar un poco triste–, yo estoy sola en mi comer: soy yo quien come y, por tanto, soy yo quien lleva la comida a la boca y la mastica, quien la traga y la digiere, quien aprovecha sus nutrientes y desecha lo que mi cuerpo (otra vez yo, otra vez yo sola) no ha podido asimilar. Comemos, por así decirlo, de una manera individualista, como si los otros no tuvieran nada que ver en el acto, a la vez primitivo y refinado, de comer.

Pero probablemente vería ese acto de otra manera si yo perteneciese a otra cultura.

En un blog de un ciudadano japonés que reside en España leo una entrada que empieza así:

Desde que estoy viviendo en España, he oído cientos de veces a estudiantes de japonés referirse a la palabra Itadakimasu como «Que aproveche» o «Buen provecho», hoy me gustaría explicaros que esta interpretación/traducción no es correcta. Hace un tiempo trabajaba en una empresa en Barcelona, y uno de mis compañeros españoles estudiante de japonés siempre que me pillaba almorzando en el comedor me soltaba todo satisfecho: Itadakimasu! Aunque no tuve la oportunidad, me hubiera gustado decirle que lo que me estaba diciendo no era correcto. Realmente en japonés no tenemos ninguna manera de decir «Que aproveche» o «Buen provecho».

Entonces, ¿qué significa Itadakimasu?

El origen de la palabra Itadakimasu («Itadaku») es la forma humilde de decir «comer» o «recibir» (en japonés 食べる taberu, もらう morau).

Existen dos significados para la palabra Itadakimasu para antes de empezar a comer.

El primero es gratitud a las personas que han participado en todo el proceso de elaboración de la comida desde el campo/mar/granja a tu plato. Representa el sentimiento de gratitud a la persona que te ha cocinado, a quien ha puesto la mesa, a las personas que han cosechado las verduras, las personas que han pescado los peces, en fin, todas las personas que han colaborado para la comida que vas a comer.

El segundo significado es gratitud a los ingredientes, a la comida en sí misma. Creemos que hay vida en la carne y el pescado, en las frutas y las verduras, y les agradecemos a todos ellos que nos dejen comerlos, pensando «Déjame coger tu vida por mí».

Busco en internet la pronunciación de la palabra, que nunca he oído, y resulta ser algo así como itádakimash (con la sh pronunciada como en inglés; la u final no parece que se pronuncie, o por lo menos no suena en las grabaciones que he podido escuchar, o quizás es una forma de representar gráficamente esa pronunciación especial de la s a la que sigue). Así que itádakimash es la palabra mágica que hace que no comamos solos: voy a comer y ese comer es recibir algo de muchos seres que han precedido a mi comida y la han hecho posible. En mi comida están presentes, acompañándome, todos los que han intervenido para que estos platos lleguen a mi mesa.

Miro mi sencilla comida, ya dispuesta sobre la mesa ante la que voy a sentarme, y la veo ya con otros ojos. Los ojos del agradecimiento hacia tanto esfuerzo y sacrificio derrochado para que los alimentos lleguen hasta mí.

¿Cuántas personas habrán intervenido en el proceso de preparar estos platos que hoy, falta de tiempo, no he cocinado yo, sino que he comprado en un pequeño establecimiento de comidas preparadas del barrio? ¿Y cuántas madrugaron y se esforzaron para que los ingredientes llegasen al mercado, a las manos que iban a cocinarlos y, finalmente, a mí? Y, antes de eso, ¿cuántas personas trabajaron para producirlos, recolectarlos y distribuirlos? El cálculo empieza a marearme: para que yo tenga aquí, sobre la mesa, un primer plato, un segundo y un postre, deben de haber intervenido centenares, quizás miles de personas. Su tiempo, su trabajo (casi siempre mal pagado), su cansancio, su sacrificio, su vida esforzada están aquí, encima de la mesa, sobre el plato y entre los cubiertos que voy a utilizar.

El precio que yo he pagado por todo esto empieza a parecerme muy barato: cada una de las personas que han participado en el proceso de darme de comer no habrá recibido ni la centésima parte de lo que yo he pagado por mi almuerzo de hoy. Aquí ha debido de producirse un milagro bíblico como el de la multiplicación de los panes y los peces, aquellos dos panes y dos peces con los que, según cuentan los Evangelios, Jesucristo dio de comer con naturalidad a una gran multitud que había acudido a escucharle predicar.

Y luego están los otros, los pequeños seres vivos que han muerto para que yo coma, para que yo viva: nacieron o brotaron, crecieron un poco y sus pequeñas trayectorias vitales fueron truncadas –con frecuencia, demasiado pronto: cuando apenas eran incipientes, cuando los animales eran el equivalente a un bebé– para mí, para que yo no solo sobreviva, sino que disfrute de una comida sabrosa y saludable.

Cuánto esfuerzo y cuánto sacrificio hay colocados encima de esta mesa ante la que me dispongo a comer. Y, ahora que he reflexionado un poco, qué respeto me produce hacerlo.

 

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El pan que como

 

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