20/09/2022
Empieza a leer 'Morir por las ideas' de Costica Bradatan

 

INTRODUCCIÓN

 

 

La muerte es lo más precioso que le ha sido dado al hombre. Por esa razón hacer un mal uso de la misma constituye una impiedad suprema. Morir mal.

SIMONE WEIL

 

 

UNA CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE

 

Sócrates no escribió ni una sola línea, pero su muerte fue una obra maestra y ha conservado vivo su nombre. Mientras vivió, Jan Palach –el estudiante checo que se incineró en enero de 1969 para protestar por la ocupación soviética de su país– fue un individuo sin importancia. Después de morir abrasado, sin embargo, pasó a ser poco menos que un semidiós, un ser lleno de tremenda vitalidad e influencia. Palach, desde la tumba, determinó la historia de Checoslovaquia. Cada vez que Gandhi empezaba uno de sus «ayunos hasta la muerte», todo se volvía insólitamente vivo en la India, más animado que nunca. Durante esos ayunos «cada cambio» que se producía en su salud «se anunciaba por la radio en todos los rincones del país» (Fisher 1983, 318). Toda la India vivía el ayuno de Gandhi.

La muerte, por lo visto, no significa siempre negación de la vida, a veces tiene la paradójica capacidad de aumentarla, de intensificarla hasta el punto, sí, de insuflar nueva vida a la vida. La presencia de la muerte puede inculcar en los vivos una revaloración de la existencia, de hecho un conocimiento más profundo de la misma. Sería justo decir, pues, que la vida necesita la muerte. Si la muerte fuera proscrita, por así decirlo, la vida recibiría un golpe devastador.

Ante todo, la vida necesita la muerte por motivos de autorrealización. Sucede a menudo que solo nos damos cuenta de lo valioso que es algo cuando lo perdemos o estamos a punto de perderlo; la perspectiva de su inminente ausencia nos enseña a apreciar el valor y significado de su presencia. Así pues, la muerte, por su sola proximidad, puede infundir una intensidad renovada en el hecho de vivir. Los historiadores han señalado un curioso fenómeno y es que, por lo general, cuando se producen catástrofes naturales o sociales con un elevado índice de mortandad –por ejemplo, epidemias o guerras–, la población parece más inclinada a entregarse a excesos mundanos. Se buscan placeres físicos (beber, comer, relaciones sexuales) con una pasión redoblada. Más que dedicarse a conservar prudentemente los recursos, como es de esperar que el sentido común aconseje en periodos de crisis, la población se apresura a consumir lo que le queda. Estas personas parecen poseídas por la prisa: corren a atracarse de placeres de la vida en el preciso momento en que se acerca la muerte. Lo que aumenta su sed de vida es precisamente la presencia de la muerte. Esta actitud podría parecer irracional, pero hay algo fascinante en ella. En vísperas de la aniquilación, estas personas descubren el milagro de la vida y lo celebran.

El Decamerón, la colección de cuentos de Boccaccio, nos permite echar un vistazo, aunque de manera indirecta, a esta situación excepcional. Mientras la peste hace estragos en Florencia en 1348, un grupo de jóvenes se refugia en una villa situada a unos kilómetros de la ciudad y durante diez días se dedican a vivir intensamente contándose historias divertidas y picantes. El resultado es una colección de cien cuentos que exaltan la existencia y la alegría de vivir en su vertiente más carnal. Boccaccio intuye aquí la profunda conexión entre el miedo a morir y el deseo: en las situaciones límite, la proximidad de la muerte puede ser el afrodisiaco más poderoso. Inspirado tal vez por Georges Bataille (Bataille 1986), el historiador francés Philippe Ariès habla de cierta «erotización» de la muerte. Al igual que el acto sexual, la muerte acaba viéndose como «una transgresión que arranca al individuo de su vida cotidiana [...] y lo sumerge de manera paroxística en un mundo irracional, violento y hermoso» (Ariès 1974, 57).

Además, necesitamos la muerte para entender mejor la vida. Sin muerte, la vida sería algo ilimitado e informe, en última instancia insípido. No habría forma de abarcarla porque no tendría fronteras. Puesto que dar sentido a algo equivale a integrarlo en un relato, la vida personal solo tiene sentido en la medida en que puede contarse. Así como sería imposible una historia sin final, una vida sin muerte carecería de significado. En un ensayo que escribió ocho años antes de su muerte, y que comentaré más adelante con algún detalle, Pier Paolo Pasolini señala precisamente esta cuestión. «Morir –escribe– es absolutamente necesario, porque mientras vivimos no tenemos significado y el lenguaje de nuestra vida [...] es intraducible.» No es más que un «caos de posibilidades, una búsqueda de relaciones y significados sin conclusión» (Pasolini 1988, 236-237; versión esp., p. 317; cursivas del autor). Morir es dar a la vida del individuo una especie de organización. La muerte es el editor, el montador experto que pone orden en la vida del individuo para que se vuelva inteligible. Una vida humana infinita sería algo así como una existencia mineral: algo exangüe, indiferenciado, indescriptible, tan insensible como una piedra. Persistiría una era geológica tras otra mecánicamente, sin ninguna finalidad. Desde un punto de vista más práctico, si fuera posible una vida así, no estoy seguro de que fuera deseable. Como en el caso de las novelas, una biografía –incluso la más interesante– que se prolonga más allá de ciertos límites siempre acaba por aburrir. Prolongarla aún más sería llamar a las puertas del horror. Si un día fuéramos inmortales, es posible que al día siguiente muriéramos por falta de significación.

Sin embargo, hay otro aspecto en el que la muerte puede dictar la dinámica de la vida. Se trata de una cuestión más delicada y difícil. No se trata ya de que nuestra muerte dé sentido a nuestra vida, sino de que se la dé a la de los demás. Es la clase de aniquilación a la que me referí al principio: la muerte de quienes deciden «morir por una causa», por algo más importante que ellos mismos. Estas muertes voluntarias afectan a la vida de los que siguen existiendo de un modo profundo y persistente: orientan sus opiniones morales, determinan su concepción de lo que es importante e impregnan su interpretación de lo que significa ser humano. Terminan por ser parte de su memoria cultural. A veces se apoderan de su conciencia y hacen que se sientan moralmente obligados a hacer algo. Gracias al altruismo (o presunto altruismo) de quienes se sacrifican, a que están dispuestos a renunciar a su propia vida, acabamos mitificando a algunos de estos individuos. Estas muertes revelan a menudo el umbral donde termina la historia y empieza la mitología.

Parece que los seres humanos vienen muriendo «por una causa» desde que el mundo es mundo. Han muerto por Dios por la humanidad, por ideas o por ideales, por cosas reales o imaginarias, razonables o utópicas. Este libro trata, entre todas las variedades posibles de muerte voluntaria, de filósofos que murieron por su filosofía. Morir por esta razón no carece de ironía: es pagar con lo más valioso que se tiene (la propia vida) por lo que normalmente se considera la actividad menos consecuente. Pero los filósofos –al menos los más interesantes– no son nada sin ironía. En cierto modo, Morir por las ideas es un ensayo sobre una ontología aún por explorar: la ontología de la existencia irónica.

 

PRÁCTICAMENTE MUERTOS

 

Tras haber sido condenado a muerte por un tribunal ateniense, Sócrates tomó la cicuta en 399 a.C. Lo habían acusado de corromper a la juventud y de impiedad. Sócrates, durante el juicio, dejó claro que, fuera cual fuese el fallo, no pensaba cambiar de estilo de vida ni su forma de practicar su filosofía. Después del proceso y antes de morir, Sócrates pudo haber salvado el pellejo con ayuda de sus adinerados amigos. Pero se negó por lealtad a las leyes de la ciudad.

En 415 de nuestra era, Hipatia, una filósofa pagana de Alejandría, fue brutalmente asesinada por una muchedumbre de cristianos, instigados por Cirilo, el patriarca de la ciudad. Hipatia había llegado a ser en la ciudad un personaje intelectual excepcional, además de una pedagoga influyente. Incluso el gobernador Orestes buscaba su compañía y consejo, a pesar de ser cristiano. Pero parece que a Cirilo no le gustaba la influencia que ejercía Hipatia en la ciudad y en los círculos de Orestes.

Declarado culpable de «alta traición», Tomás Moro fue decapitado en la Torre de Londres en 1535. La «traición» de Moro consistió en negarse a prestar juramento de lealtad a la Ley de Sucesión (que declaraba heredera del trono a la futura Isabel I, hija todavía por nacer que Enrique VIII había concebido con su última esposa, Ana Bolena) y a reconocer la autoridad suprema de la Corona en asuntos religiosos. Según Moro, un rey, como simple ser humano, no podía ser cabeza visible de la Iglesia, porque «ningún seglar puede ser cabeza de la espiritualidad».

Condenado a muerte por la Inquisición, Giordano Bruno fue quemado vivo en Roma en 1600. Había pasado sus últimos ocho años en las cárceles del Santo Oficio. Bruno, fraile dominico, había sido sentenciado por sostener creencias contrarias a la ortodoxia de la Iglesia católica en cuestiones como la transubstanciación, la trinidad, la naturaleza divina y encarnación de Jesucristo y la virginidad de María. Se negó obstinadamente a retractarse, incluso camino de la hoguera.

En 1977, Jan Patočka, un fenomenólogo checo (discípulo directo de Edmund Husserl), murió de apoplejía en un hospital de Praga tras ser interrogado durante once horas por la policía secreta checoslovaca. Patočka estaba siendo investigado por su papel en la fundación de un movimiento en pro de los derechos humanos (Carta 77) que el régimen comunista consideraba subversivo. Pensaba que su implicación en el movimiento era inevitable si quería ser fiel a sus ideas filosóficas.

 

LA FILOSOFÍA COMO AVENTURA PELIGROSA

 

¿Qué clase de filósofo hay que ser para morir por una idea? Lo que estas personas tienen en común, al margen de sus creencias concretas, es el convencimiento de que la filosofía está por encima de cualquier otra cosa que se practique. Sin duda supone pensar y escribir, leer y hablar, pero estas cosas no se ven como fines en sí mismos; tienen que estar al servicio del objetivo final de la filosofía, que es la autorrealización. La filosofía propia no es un material que queda almacenado en los libros propios, sino algo que va con la persona. No es solo un «tema» del que habla el filósofo, sino algo que el filósofo personifica. Esta idea califica la filosofía como un «estilo de vida» o como un «arte de vivir».

La filosofía como arte de vivir se suele reducir, paradójicamente, a aprender a afrontar la muerte: a un arte de morir. El mejor ejemplo es Sócrates. Este entendía la filosofía como estilo de vida y la practicaba de un modo tan radical que lo condujo a la muerte. Su discípulo Platón quedó tan afectado por lo que los atenienses le habían hecho a su maestro que en el Fedón, un diálogo que supuestamente recoge las últimas horas de vida de Sócrates, presenta hábilmente la filosofía como una «prepa ración para la muerte» (melétē thanátou). El Fedón, cronológicamente, pertenece al «periodo medio» de Platón y debió de escribirlo muchos años después de la muerte de su maestro. Es tentador verlo como un acto de «justicia filosófica»: un Platón todavía dolido, irreconciliado, quizá incluso irritado, cuela bajo mano el atroz episodio de la muerte de su maestro en la definición misma de la filosofía. «Justicia filosófica» o no, la postura de Platón expresa un pensamiento crucial: la filosofía es un arte de vivir solo en la medida en que nos ofrece un arte de morir.

La definición platónica ha tenido repercusión hasta el presente: en el siglo XVI, Michel de Montaigne, repitiendo a Cicerón, puso a uno de sus ensayos el siguiente título: «Que la filosofía es aprender a morir.» En el siglo XX, Simone Weil situó la muerte en el centro de su quehacer filosófico. Según esta pensadora, saber morir es incluso más importante que saber vivir. Pues la muerte, dice, es «lo más precioso que se ha dado al hombre». La «impiedad suprema es hacer mal uso de ella» (Weil 1997, 137; versión esp., p. 73). Si desperdiciáramos nuestra muerte, en cierto modo habríamos vivido inútilmente. El presente libro trata de cómo el filósofo puede hacer «buen uso» de su muerte y de cómo, al obrar así, da un nuevo significado a su vida y completa su obra.

Aunque la concepción de la filosofía como arte de vivir pueda ser secundaria en los principales círculos filosóficos actuales, la idea no carece de atractivo. En efecto, hay algo satisfactoriamente coherente en una definición de la filosofía que presuponga una simetría perfecta entre la palabra y la acción, el pensamiento y la práctica, y que todo consista en la autorrealización, es decir, en la idea de que la personalidad del filósofo es una «obra en marcha», algo que el filósofo crea filosofando. Pero al mismo tiempo es una idea peligrosa, porque puede poner en dificultades a quienes la toman en serio. Socialmente hablando, un filósofo entregado a la filosofía como arte de vivir suele ser un parrēsiastés, un individuo rigurosa mente sincero; parte de la descripción de sus funciones es no tener la boca cerrada. Y la parrēsía raras veces ha hecho felices a sus practicantes.

 

 

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Traducción de Antonio-Prometeo Moya Valle.

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Morir por las ideas

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