23/12/2022
Empieza a leer 'El gran teatro del mundo' de Philipp Blom

EN UN TEATRO DESAPARECIDO HACE MUCHO TIEMPO

Conocí al hermano de mi abuela solo por historias que se contaban en la familia, pues murió mucho antes de que yo naciera, antes incluso de que llegaran los nazis. Falleció en un accidente cuando solo tenía trece años (y a mí nunca dejaron de recordármelo a manera de advertencia): montado en su bicicleta, se agarró a un madero de un camión en marcha. Nunca pudieron explicarme lo que ocurrió exactamente, si el camión frenó de golpe o si el chico sencillamente perdió el control de la bicicleta. Solo sé que murió en el acto.

Ese tío abuelo lejano, fallecido trágicamente, había dejado algo que a mí, de niño, me hacía sentir muy cerca de él. Dibujante talentoso, había construido un escenario articulable, muy ingenioso, con papel pintado y recortado, poblado de los personajes más variopintos y cinco paisajes intercambiables en los que se insinuaban vastos horizontes, praderas y una cadena montañosa ante la que se veían peñascos escarpados y matorrales que podían correrse como bastidores. Y árboles, cabañas de troncos y una manada de búfalos. Era el Lejano Oeste tal como se lo imaginaba un niño hacia 1930, y los personajes a caballo, lanzados al galope por la llanura, eran vaqueros fuertemente armados e indios con largas cabelleras negras que ondeaban al viento.

Algo me unió al instante con ese niño muerto muchas décadas antes, pues dos generaciones después yo también leí las novelas de Karl May, ladrón y estafador varias veces condenado y novelista incansable de los años de la especulación posteriores a 1870. May había inventado, en un tecnicolor sinfónico, su propio Lejano Oeste aunque nunca había pisado los Estados Unidos, y puso sus aventuras al alcance de un público lector muy numeroso.

Como muchos jóvenes de su generación, también mi tío abuelo veneró ese mundo imaginario y respiró el aire de libertad que atravesaba esas historias. Con su teatrillo le había erigido un altar a esa nostalgia. Eran raras las veces que me dejaban jugar con esa maravilla, guardada como una reliquia. Solo después de mucho pedir e insistir me dejaron verlo y armarlo, con cuidado, para que nada se rasgara, y siempre ante la angustiada mirada de los adultos de la familia.

Algo que fue precioso para una generación, lo tiró a la basura la siguiente. El teatrillo con sus vistosos bastidores se pudre hace mucho tiempo en algún vertedero del norte de Alemania. Ya no puedo armarlo o, es un teatro de mi memoria. Aún veo ante mí los peñascos, dibujados con tinta negra, y coloreados y pegados luego con precisión en un pedestal de cartón, como las cabañas y los arbustos, los búfalos y los vaqueros, los indios con sus wigwams y sus hogueras y los caballos que arrastraban un trineo enganchado a dos varas.

En mi memoria, los paisajes de aquel teatro de papel son tan imponentes como las fotografías de Ansel Adams, aun cuando las fuentes de inspiración del pequeño dibujante fueran muy distintas. Pudo tal vez descubrir fotos en revistas o en libros ilustrados, y paisajes de películas del Oeste que vio en el cine, localizados con fines profesionales y fotografiados o simplemente pintados. Es difícil que las ideas se las diera el paisaje de su infancia, la llanura que rodea a Hamburgo.

Para mí, hijo de la década de 1970, la idea de aventura no estaba tan asociada al Lejano Oeste, sino más a Astérix y Obélix, a Astrid Lindgren y las series televisivas que veía en casa de mis primos en los Países Bajos –El increíble Hulk y Los persuasores–, impresiones que mi tío abuelo no llegó a tener. Aun así, las habría comprendido, porque sus historias y las mías tienen un origen común, no solo en los héroes de novela y las películas que los dos conocíamos, sino también en nuestra experiencia cotidiana.

Nacimos en la misma ciudad – aunque nos separaban cincuenta años–, y si bien la imagen de Hamburgo había cambiado con los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, la casa en la que mi tío pasó Su corta vida aún seguía en pie. Cuando yo jugaba ahí, en el jardín, veía los mismos árboles, olía el mismo aroma a hojarasca de otoño y a nueces amargas, veía el mismo cielo, apagado y, sin embargo, siempre cambiante.

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Traducido por Daniel Najmías

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El gran teatro del mundo

 

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