01/03/2025
Empieza a leer 'El odio' de Luisgé Martín
Hay dos pecados capitales humanos de
los que derivan todos los demás: la impaciencia
y la dejadez. Por la impaciencia fueron
expulsados del paraíso, por dejadez no
regresan. No obstante, quizá sólo haya un
pecado capital: la impaciencia.
FRANZ KAFKA
I. Autorretrato de José Bretón
He hecho un ejercicio delictivo: he listado a las personas más importantes de mi vida (excluyendo a la familia) y he valorado luego cuáles de ellas habrían merecido morir. Los juicios morales son siempre un terreno cenagoso, lleno de complejidades, matices y equilibrios; pero en algunas ocasiones se vuelven fáciles y transparentes. Cualquier persona razonable estaría de acuerdo en que Nelson Mandela hizo del mundo un lugar mejor y de que Adolf Hitler –el paradigma– lo convirtió en un infierno. Matar a Hitler, como se ha dicho tantas veces, no habría sido un acto criminal o malvado o execrable, sino un acto humanitario. Gracias a ese asesinato habrían salvado la vida millones de personas. Cuando decimos, por lo tanto, que hay un imperativo ético que nos obliga a no matar a nadie, no estamos diciendo la verdad exacta. Sabemos que hay muchas personas a nuestro alrededor, en la vida que conocemos, a las que deberíamos poder matar. Pero no somos capaces de determinar con claridad a quiénes.
En mi inventario hay cuarenta y dos personas: profesores que me marcaron, amigos importantes de alguna época de mi vida, compañeros de trabajo con los que llegué a tener una relación intensa, amantes especiales y parejas sentimentales de cualquier etapa, incluso aquellas fugaces o mal avenidas de las que quedó algún rastro. En la lista hay también tres individuos que no responden a ninguna de estas categorías, personajes accidentales que tuve cerca y que –quizá sin saberlo– dejaron huella en mi carácter.
Cuarenta y dos personas. Diecisiete mujeres y veinticinco hombres. He ido apuntando mi valoración sobre ellas, mi recuerdo de algunos hechos. Al final las he dividido en tres categorías. En primer lugar, las que representan o representaron un modelo para mí y han contribuido a hacerme más lúcido o más feliz. En segundo lugar, las mediocres o insustanciales, con las que he compartido experiencias importantes pero que no han sido capaces de dejar una impronta personal en esas experiencias. Y, en tercer lugar, las abominables, las que me hirieron deliberada y repetidamente y a las que vi crear dolor indiscriminado a su alrededor, las que me mostraron todo lo que aborrezco de la condición humana.
Evalué a cada una de esas cuarenta y dos personas con una puntuación de uno a diez: uno a las que se acercaban al ejemplo de Mandela y diez a las que, por el contrario, estaban en el espectro de Hitler, aunque no hubieran llegado a provocar un holocausto. Cuatro personas tienen una valoración de dos, cercanas a la bondad o al bien absolutos, y dos personas tienen una valoración de nueve. En contra de lo que durante mucho tiempo creí, mi temperamento no es resentido o vengador (o lo es solo durante un periodo muy breve de tiempo), pero a algunos seres diabólicos los recuerdo sin titubeo.
Si yo me hubiera atrevido a asesinar a alguna de esas dos personas, habría evitado tropelías, humillaciones, dolor y pesadumbre a muchas otras. Habría evitado que algunas ideas o conductas execrables –igual que el racismo nazi o que la homofobia– se extendieran. Y tal vez (esto es solo una conjetura exagerada pero razonable) habría evitado el suicidio de un hombre, casado con una de esas dos personas deleznables.
El estigma o el descrédito de la violencia tienen una justificación política elemental que hemos aprendido después de muchos siglos de barbarie: nunca protege a los bondadosos, sino a los crueles, que son quienes establecen la medida del juicio; no favorece a Mandela, sino a Hitler. Por eso es mejor renegar de cualquier violencia que defender la violencia justa. Pero, en el ámbito de la abstracción, la violencia justa existe. Y convivimos con ella – con su idea– desde la infancia. Sabemos distinguir al matón del colegio, al profesor desalmado y al padre maltratador. Y somos capaces de confesar todavía, a esa edad, que preferiríamos que murieran. Que desaparecieran de nuestra vista para siempre.
Yo habría querido tener el valor de matar a alguna de esas personas. Pero ni siquiera llegué a pensar alguna vez en la idea novelera de hacerlo. El crimen es la única de las prohibiciones bíblicas que mantiene su vigor siglo tras siglo, la única en la que la separación entre el bien y el mal perdura y no admite matices. «No matarás» es el mandamiento realmente ineludible. Podemos usar el nombre de Dios en vano, cometer actos impuros, deshonrar a nuestros padres o dar falso testimonio, pero no podemos matar sin perder la salvación del alma definitivamente. Incluso un homicidio accidental –un atropello automovilístico o una cirugía mal ejecutada– nos atormenta como si hubiéramos destruido con ello toda nuestra pureza. Si matara a alguien, me volvería loco. Y, sin embargo, me gustaría, intelectualmente, ser capaz de hacerlo sin remordimientos.
Puedo llevar aún más lejos este análisis preliminar y ser, en consecuencia, escandaloso o incendiario: los niños también son perversos y crueles, a menudo más que los adultos. El deseo de matar a uno de esos niños monstruosos que torturan y humillan a sus compañeros de clase, que odian a los hermanos que los destronaron o que chantajean constantemente a sus padres, pues, es comprensible y hasta legítimo. Los salva únicamente su falsa inocencia y su debilidad, que siempre inspira ternura.
La vida, en fin, es un sueño fugaz, y acabar con ella –que en cualquier caso acabará– no tiene tanta importancia metafísica como le damos. Yo no lamentaría no haber nacido y no lamentaría tampoco morir a manos de alguien, siempre que no hubiera conciencia de esa muerte ni dolor físico. Tal vez cuando la biogenética y la biotecnología logren la inmortalidad humana, este juicio se vuelva irracional o extravagante, pero ahora, con la muerte amenazando tarde o temprano (más temprano que tarde), está lleno de lógica filosófica.
Conozco, por tanto, los mecanismos de la violencia, y me habría gustado poder ser un asesino. Soy capaz de comprenderlos, de sentir como ellos sienten. Tal vez habría podido cometer un crimen en algún momento de mi vida; podría hacerlo aún. Entiendo la cólera, los celos, la venganza. Entiendo el desprecio o el asco que puede llegar a inspirar otro ser humano, y muchas veces he pensado de alguien, como he dicho, que el mundo sería un lugar mejor si él estuviera muerto.
Soy capaz de comprender a los asesinos, pero no puedo entender la violencia ejercida sobre un hijo, y esa incomprensión es el fundamento de este libro. Es una incapacidad extraña, porque no soy padre, y mi instinto reproductivo biológico fue, en mi juventud, muy fugaz e inconsistente. Alrededor de los veintiocho años de edad tuve un impulso paternal que quedó inmediatamente malogrado por los impedimentos naturales: yo era gay, no tenía pareja de ningún tipo y no sentía interés por la adopción, pues lo que la naturaleza me pedía era sangre de mi sangre, un ser que conservara mi carga genética y que cumpliese el mandamiento de preservar la especie. Era una necesidad orgánica, animal, no un deseo de criar o de educar a alguien.
Asesinar a tus propios hijos puede tener, en determinados casos, un sentido racional. Una amiga me confesó en una ocasión, con desasosiego, que a veces sentía deseos de ver morir a su bebé, de arrojarlo por una ventana o asfixiarlo con la almohada de la cuna porque lloraba hasta hacerla enloquecer, porque no la dejaba dormir día tras día o porque se enfurecía al ser acunado por ella. Era defensa propia. Con expresiones parecidas, se lo he escuchado a otras madres ejemplares –nunca a padres, tal vez porque ellos saben desentenderse mejor de los compromisos y de los vínculos biológicos–, a madres que sacrificaban todo por sus hijos y que los amaban casi incondicionalmente.
Yo, por tanto, no he tenido hijos y soporto con dificultad a los niños, que me parecen bestias sin domesticar, primates todavía no adiestrados en la compasión (la única de las virtudes humanas que es capaz de salvarnos). Pero, a pesar de eso, los crímenes cometidos contra los propios hijos me producen una fascinación siniestra por lo que tienen de monstruoso, por su perversidad pura, por ese aire de suicidio genético que los acompaña siempre. En el código samurái bushidō, cuando un guerrero cometía un error grave no solo debía quitarse la vida él, sino quitársela también a todos sus descendientes para que no quedara ninguna herencia suya sobre la faz de la tierra. Ningún honor manchado.
Mónica Juanatey, gallega de nacimiento, tuvo un hijo de padre desconocido –o mal conocido– a los diecinueve años. Después de un tiempo, empezó a salir con otro hombre que cuidaba amorosamente del niño. Se fueron a vivir juntos y planearon casarse. Llegaron incluso a enviar las invitaciones de la boda. Pero Juanatey, que estaba obsesionada con las redes sociales, conoció a través de internet a otro hombre que vivía en Menorca y se fue allí con él, abandonando en Galicia a su novio y a su hijo, que se quedó en casa de los abuelos hasta que su madre encontrara trabajo y se instalase en la isla.
Juanatey no le dijo a su nuevo novio que tenía un hijo por miedo a espantarlo. Pero hizo algo incoherente y absurdo: al cabo de unos meses, reclamó al niño para que se fuera a vivir con ella. Podría haberlo dejado con sus abuelos, pero por alguna razón indescifrable –tal vez solo por vengarse de ellos, pues su relación no era buena– se lo llevó a Menorca. El niño, César Juanatey, tenía nueve años. Mónica le dijo a su novio que era un sobrino que estaba de visita. Y entonces, antes de que la mentira fuera descubierta, lo mató. Lo ahogó en la bañera. Luego lo metió en una maleta grande junto con sus objetos personales y lo llevó a la espesura de una montaña al otro lado de la isla.
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